En un rincón de la ciudad, mientras las agujas del reloj parecen correr en una carrera insensata, las nuevas generaciones se sientan en una plaza a contemplar la danza del tiempo. No es que deseen perderlo, es que quieren recuperarlo, poseerlo, sentirlo. Para ellos, cada tic-tac es una moneda más valiosa que el oro.
El oro. Ese metal que antaño representaba el triunfo, el éxito y la cima. Hoy, sin embargo, ha perdido su brillo ante la magnificencia del tiempo. La nueva generación, que ha aprendido a esquivar desafíos y crisis con elegancia, ve en el reloj no un instrumento de tortura, sino una llave hacia la plenitud.
El concepto de éxito ha mutado. Ya no es una oficina con vistas en el último piso o un salario de seis cifras. Es la posibilidad de cerrar el portátil a una hora prudente y caminar hacia casa, disfrutando de cada rayo de sol que el atardecer concede. Es poder leer un libro sin mirar de reojo el reloj, es poder cenar en familia sin pensar en la reunión de mañana.
El pulso entre empresas y empleados ha cambiado. La batalla ya no es por unos euros más en la nómina, sino por unas horas más bajo el sol, por momentos para ser en lugar de hacer.
Y así, mientras las empresas replantean su relación con el tiempo, ofreciendo teletrabajo, conciliación o jornadas reducidas, una generación entera suspira aliviada, sintiendo que, al fin, las manecillas del reloj giran a su favor.
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